No vayamos a confundirnos

22 dic 2016 / 10:01 H.

Por mucha cordialidad que aparentemos, no vayamos a confundirnos: estamos ante otra excusa para consumir y derrochar en este lado privilegiado del planeta, de manera incontrolada y obscena. Ahí quedan, por poner solo unos ejemplos bien conocidos y a la vista, los alumbrados innecesarios y la dilapidación de la energía, la mala conciencia de la comida medio pudriéndose en los frigoríficos atestados. Viva Gargantúa y su hijo, Pantagruel. Los últimos datos sobre obesidad en España elevan la tasa de sobrepeso a más del 40%, cifra demoledora conseguida a base de grasas saturadas y gaseosas. Andalucía, cómo no, se encuentra en los puestos de arriba. Pero la navidad, que es el tiempo de la aceituna y los jornaleros, son también recuerdos que se superponen como imágenes de manera entrañable, apelando a la fibra sensible, a nuestra vena patética. Yo sé bien que nadie me va a hacer caso: las palabras tienen el valor y la importancia que tienen, no más, y en ese sentido es muy fácil engañarnos, sobre todo a nosotros mismos, con el discurso de la bondad y la reconciliación, cuando hay situaciones que jamás se arreglarán, ni siquiera podrán ser objeto de diálogo, pues no hay contrato social que valga para los millones de desheredados del mundo, para esta falaz ideología neoliberal del individualismo, y la desarticulación de la palabra “nosotros”. No hay horizonte de expectativas, en términos de la estética de la recepción, que albergue capacidad de comprender lo que esto significa, al menos por el momento, aunque ciertamente —de esto no hay ninguna duda— nos hallamos sumidos en una confusión ideológica absoluta en la que faltan referentes o, mejor dicho, se esfumaron los que había, a la espera de encontrar nuevos, si es que de eso se trata, que me da a mí que no. Por un lado, claro está, nos hemos quedado huérfanos y sin utopía, extendiéndose la voz de que esto es, vía normalización de la injusticia, una suerte de selección natural donde solo impera la ley de la selva y acaba venciendo, como siempre, el más fuerte. Contra eso, se nos dice, no hay nada que hacer. Pero obviamente no es verdad. Las carnicerías siguen siendo negocios que huelen mal, a pesar de que en sus vitrinas, y valga el correlato de la tele y las guerras, aparezcan los fiambres apilados indolentemente, lejos. No obstante hay que bajar al matadero, y ahí, justo ahí, recitar ese poema de desilusión desesperado, como en “Un año de trece lunas” 1978, la perturbadora película de Rainer Werner Fassbinder. Por otro lado, y esto es muchísimo peor, en el día a día no se pone remedio a este repliegue de las fuerzas del mal, igualito a Star Wars, contra los trabajadores que apenas juntan un sueldo entre dos, y los desahuciados que ni eso. ¿Quién no conoce los nombres en Jaén o en cualquier provincia, en cualquier parte, de esas familias que mantienen lacayos, en una relación de servidumbre, como en “Los santos inocentes” 1981, esa estupenda novela de Miguel Delibes, y mejor adaptación de Mario Camus 1984? Año tras año y diciembre tras diciembre, estas fechas representan cada vez más todo lo contrario a lo que pretenden simbolizar. El mundo no necesita navidad. Y sé bien que nadie me va a hacer caso, que las palabras tienen el valor y la importancia que tienen, no más. Pero hace falta un cambio radical de las costumbres. Boicot. Boicot a la navidad.