Ojo al Jaén estresado

10 abr 2017 / 17:34 H.

Durante los últimos días, he tenido la oportunidad de compartir conversación, mesa en evento empresarial y café de trabajo, con un presidente de un colectivo profesional, un político en ejercicio y un autónomo de éxito, respectivamente. Sin lugar a dudas, enriquecedoras charlas con personas que están en la “pomada”, de lo que es la gestión activa de cuanto acontece desde el punto de vista público y privado en nuestra tierra. Sin embargo, he observado que entre ellos existe un denominador común, que les hace mostrarse más débiles de lo que por cualificación y bagaje les correspondería, y que no es otro que el ser víctimas de la pandemia del siglo XXI: el estrés.

No me refiero al estrés, que de una manera u otra todos sufrimos en alguna ocasión y que menoscaba nuestro ánimo y nuestra productividad en algún momento puntual, sino al estrés crónico, con el que conviven los responsables de tomar las decisiones adecuadas, cuando de gestionar lo importante y/o lo público se refiere. Realmente, el estrés no es malo en sí mismo. Nuestro cerebro, ante una situación adversa o una amenaza de tipo físico o mental, reacciona deprisa como mecanismo de defensa, estimulando nuestro sistema nervioso simpático, que hace que no necesitemos razonar, sino que activemos nuestros reflejos para lograr evitar esa imprevista situación de la forma más rápida. El problema surge, cuando este mecanismo diseñado para darnos agilidad y capacidades durante un momento concreto, se prolonga durante meses e incluso años y se convierte en el compañero de viaje de las personas encargadas de decidir por nosotros, desde sus asientos en el salón de plenos, o desde sus salas de reuniones.

Entre todos, estamos contribuyendo a crear un ecosistema laboral en el que el estrés campa a sus anchas, convirtiéndose en el asesino silencioso del talento, del ánimo, de las capacidades y del apego, a lo que en su día llevó a los buenos dirigentes a dar un paso al frente y decidirse a velar por el interés general, desde su compromiso social y responsabilidad política por un lado, y a los buenos empresarios a dirigir personas y a gestionar proyectos, que aportan valor a la sociedad y estabilidad a las familias que de los mismos dependen, por otro. Esta situación tiene repercusiones negativas a nivel de gestión, ya que al sentirse estresados en exceso, su productividad baja significativamente y si la misma es mantenida en el tiempo, el exceso de cortisol inhibe la generación de dopamina, lo que les puede llevar a la depresión. Y es aquí, donde encontramos explicación a decisiones que se toman, que aún dentro del discurso políticamente correcto, flirtean con la sinrazón.

Personas con sus emociones a flor de piel, con su estado de ánimo por el subsuelo y con su capacidad de pensar racionalmente afectada, no se transforman en políticos eficaces ni en empresarios eficientes por el simple hecho de que deban rendir cuentas. El estrés mata. A veces un infarto acaba con todo y muchas otras, las que más, al perpetuarse en el tiempo, se corre el riesgo de morir lentamente en tanto que se desgasta la calidad de vida.

Los políticos y los empresarios que lo sufren de manera prolongada, acaban por frustrarse al no conseguir los objetivos planeados. Sienten la presión grupal donde no existe como tal y viven con una permanente percepción de amenaza, que les convierte en sujetos inoperantes, en flemáticas marionetas al servicio de los hilos del sistema, que los mueve de un lado a otro y los envejece a ritmo de vértigo. La actual situación, de permanentes cambios en nuestro modelo económico a raíz de la revolución tecnológica en la que estamos inmersos, así como los nuevos escenarios políticos que se plantean, hacen que empresarios y políticos hagan de su actividad un proyecto siempre inconcluso, y en ese escenario... ojo ! cuidado! porque su estrés nos afecta a todos.