Olivos, barro y herrajes en el alma de sus gentes

01 feb 2017 / 12:23 H.

Hace años solía visitar con frecuencia la localidad de Arjonilla; siempre me sentí acogido y siempre descubría algo nuevo al pasear, pese a la aparente monotonía en la que parecen vivir sus calles alargadas, siendo la mayoría de ellas accesos a la plaza, el corazón de su trazado urbanístico. En los últimos años, pese a que no suelo visitarla, contemplo a diario la silueta de su caserío, desperezado al pie del Cerro de Los Ángeles, acurrucado por sus ricos olivares que llegan a ocupar el 80 % de su término municipal. Pasado el tiempo, este pueblo aún mantiene su encanto para mí y con solo escuchar su nombre, por mi boca se desata el afamado estribillo: “Arjonilla, buena villa, buena planta de olivar”. Y, al contemplar serenamente su paisaje miro a lo alto, a los montes Venate y Herrerías, cuyas entrañas guardan el acta de nacimiento de este pueblo cuya silueta evoca a la de una barca, bogando por entre un mar de olivos, con la torre de su iglesia de la Encarnación como proa, camino del valle del Guadalquivir. He rastreado estos días algunos datos estadísticos referentes a la población y me han confirmado lo que yo ya sabía y que me hace creer que es un pueblo con futuro en la comarca y en la provincia, como muestran los datos de estadísticas referidas a diversos ámbitos como son los culturales, empresariales, educativos, sociales y económicos.

No pretendo contar sus hitos históricos, ya lo han hecho, y muy bien, investigadores como Alfonso Rueda Nevado o Ildefonso Rueda Jándula. Prefiero ofrecer al viajero unas pautas para conocer mejor el alma de este pueblo de La Campiña, con cerca de cinco mil habitantes y con un termino de 42 kilómetros cuadrados. Advierto al viajero que, si ha decidido pasear por este pueblo, lo haga sin prisa y, a ser posible, en silencio y con los sentidos abiertos, pues aquí lo más importante, son los detalles. Lo dijo Pi y Margall después de visitarlo: “No hay detalle ni cosa alguna en él que no deleite los sentidos”. Esos detalles van apareciendo lentamente ante la mirada inquieta del paseante; principalmente en sus fachadas, rincones, plazas y callejuelas en donde asoman y se muestran las filigranas de un barro bien moldeado y bien cocido; o en las piezas de hierro que, bien macerado en el yunque, toma una belleza atávica en sus formas. Y, junto al barro y el hierro, el aceite, son los elementos que han conformado el alma de sus gentes, forjadas con tesón y laboriosidad bajo el cielo azul, con manos agrietadas y con sudor en la frente. Son estos tres elementos los que conforman la manera de ser de quienes aquí han nacido, vivido y trabajado. Un texto del viejo cancionero, recogido por Cárdenas Muñoz refrenda ese carácter laborioso que refiero: “Si hay un espárrago en el campo,/ ese es para un arjonillero, / porque son los que más madrugan”.

Pero además, conociendo ya sus fuentes de riqueza, me atrevo a dar otra recomendación a quien desee pasear por sus calles y plazas. Y es que lo haga de forma silenciosa, sosegada y serena, pues se intuye en los adentros este pueblo, y hasta sus muchas y variadas formas de religiosidad lo demuestran, cierta vena religiosa que anida en su interior y que suele asomar con destellos concretos a lo largo del calendario anual. Y con ese silencio, sabedor el paseante de esa vena de religiosidad profunda que corre por su interior, le sugiero que empiece evocando la memoria de tres figuras, dos de ellas nacidas aquí. Una, la del filósofo Manuel García Morente, el decano de Filosofía de la Universidad Central de Madrid, antecesor de Julián Besteiro en la cátedra de Metafísica, a quien el pensamiento español debe el conocimiento de la obra de Kant; el hombre que, en su continua búsqueda, encontró a Dios, dejándonos escrito el testimonio de su conversión en el sublime texto “ El Hecho extraordinario”, escrito desde la desolación y la tristeza en la buhardilla de un viejo caserón de París, en 1937. Junto a él, invito a evocar la figura de otro hijo de este pueblo, el jesuita Juan del Villar, considerado como el padre de la Gramática Española. Y junto a ambos, sentir cómo se extiende en el tiempo cubriendo el paso de los años como una gasa, el recuerdo, hecho leyenda del trovador Macías, muerto aquí, tras haber sido encarcelado en el torreón de la villa. El nombre de Arjonilla, gracias a su figura legendaria, quedó grabado en textos de escritores como el Marqués de Santillana, Íñigo de Mendoza, Lope de Vega y Mariano José de Larra. Fue, sin embargo, Pi y Margall quien nos contó cómo la memoria del Trovador Macías anida en el alma colectiva de sus vecinos: “Fueron tan fatales las aventuras del joven tan entusiasta que exhaló en Arjonilla los primeros quejidos de muerte y sus últimos suspiros, que la memoria de ella basta para cubrir este pueblo a los ojos del que no las ignora como de un sombrío y misterioso velo”. Pervive anudada en alma de este pueblo, la fuerza espiritual de estas tres figuras, nacidas bajo este sol, acunadas por el suave viento mañanero que zarandea sus olivos, piezas hechas de barro recogido en los humedales del Salado a donde ha llegado desde las entrañas de “La Albarrá”.

Alma emprendedora y laboriosa la de sus vecinos, que ha encontrado nuevas formas para seguir explotando sus fuentes de riqueza, marcado un estilo propio en sus cerámicas y en su riqueza oleícola. Disculpe que no cuente detalles al viajero; prefiero los descubra él mismo cuando decida pasear por sus calles. Preguntado Antonio Jaén, poeta nacido en este pueblo, cómo llegar a él, respondió con unos versos que acaban diciendo: “Donde note que el viento lleva albahaca y clavel/ y le tiendan una mano /Allí es ”.