Palco lleno, palco vacío

01 jun 2017 / 11:42 H.

Salvo excepciones puntuales, monarquía y tauromaquia fueron siempre de la mano, toda vez que entre las funciones de un rey siempre estuvo la de compartir y defender con el pueblo sus querencias y aficiones. Las del pueblo, no las suyas, porque puede que no siempre coincidan. Y a la vista de la soledad del Palco Real en la plaza de toros de Las Ventas, no parece que hayamos entrado en un reinado especialmente taurino. No sé si a Felipe VI le gustan o no los toros, ni por qué se le ve tan poco en las plazas. Hace quinientos años a su tocayo Felipe II no le agradaban demasiado, pero como sabía de la afición de su pueblo, no dudó en defender los toros ante el mismísimo papa. No digo que vaya a todas partes, ni todos los días. Pero que vaya al palco y bien acompañado. No por toreros o ganaderos, sino por filósofos, antropólogos o historiadores que le puedan contar antiguos desencuentros entre monarcas y fiestas de toros que, —provocados por corrientes contrarias a la Tauromaquia—, coincidieron precisamente con épocas de crisis social, política o moral en España. Y que le expliquen también que, como no hay mal que por bien no venga, el resultado de esos enfrentamientos no fue la desaparición de la Fiesta sino el nacimiento de nuevas formas de entenderla y celebrarla.

Y es que a pesar de lo que se diga o se maldiga, las plazas de toros de la mayoría de las ciudades y las calles de miles de pueblos de España se siguen llenando de gente que quiere ver toros. He estado en Las Ventas y he podido ver los tendidos abarrotados de gente joven. La España real, la urbana y la rural, no tiene nada que ver con la que nos quieren pintar, y la monarquía que se aleje de la Fiesta de los toros se estará alejando del pueblo, o de una gran parte del pueblo, que ve en ella algo más que un simple adorno. La monarquía es el símbolo de la unidad. De esa unidad que se representa también en las plazas de toros, donde todos, sentados en círculo y en común unión participamos en un rito milenario que está por encima de nuestras diferencias, expresadas por cierto allí mismo con el debido respeto. Cuando surge el arte y el valor de una gran faena no hay discrepancia que valga.

No le vamos a pedir a Su Majestad que toree o que alancee toros como Carlos I en Valladolid, pero sí que nos acompañe de vez en cuando, como lo hacía —y lo hace— su padre y otros muchos antepasados. Nos vendría muy bien a todos. Al rey el primero. El presidente Sagasta lo tenía muy claro cuando acudió a Palacio para solicitar permiso a Su Majestad Doña Cristina de Ausburgo para que el Rey Alfonso XIII, niño todavía, presidiera una corrida de toros. La Reina, exquisita en todo y celosa madre, le dijo a don Práxedes que no lo creía oportuno. Pero el inteligente político insistió y la convenció diciéndole: “Señora, deje que nuestro joven rey asista a la plaza para que aprenda a conocer al pueblo que ha de gobernar.” ¡Qué razón llevaba! No hay ningún sitio donde se aprenda más del carácter de los españoles que en una plaza de toros. A lo mejor eso es lo que falta. El político inteligente y valiente que huyendo del “correctismo político” le diga que lo mismo que lo vemos en los palcos de los campos de fútbol, donde no le dejan de pitar, queremos verlo en los de las plazas de toros, donde su real presencia estamos deseando aplaudir y ovacionar.