Pisaré la tierra que tú pisas

25 ene 2016 / 09:41 H.

A estas alturas casi todo el mundo da por sentado que ser mujer no es sinónimo de maternidad y que, como decía Simone de Beauvoir en “El segundo sexo”, la función reproductiva ya no está controlada por la biología sino por la voluntad humana. Por tanto, la crianza también. Cualquier madre o padre debería poder elegir libremente el modo mejor de criar a sus bebés. Nadie duda hoy que la leche materna es el alimento más seguro y adecuado. Ayuda a protegerlos contra muchas enfermedades y estrecha los lazos afectivos. Yo tampoco lo dudaba en mi época, solo que no quería dar de mamar a mis hijos porque me sentía como una vaca lechera a punto de explotar. Esto ha sonado fatal, ¿verdad? Mejor intento arreglarlo. Verán, sentir que tres maravillosas personas se gestaban y salían de mi vientre trenzando lazos afectivos desde el nacimiento ha sido la experiencia más deliciosamente plena de mi vida, jajaja ¡Es broma! La pura verdad es que esas tres células comenzaron su spes vitae fastidiándome todo lo que pudieron. Vomité prácticamente todos los días durante esos veintisiete meses en los que se alimentaron de mis entrañas. También tuve anemia, ardor de estómago y síndrome nicotínico. Después había que ponerse a parir. La animalidad hecha cuerpo.

Con cierto grado de justicia poética, las noches de mis partos me pillaron viendo películas de Woody Allen, lo que no evitó que mis huesos pélvicos se abrieran con llanto y crujir de dientes dándole a aquello cierta dimensión sagrada. Y luego, lo de la teta. Confiésome padre, aquí lo hice todo mal. A pesar de que el fundamentalismo me instara a dar de mamar en público, nunca me gustó sacar mis pechos de su sitio oculto y atávico, la leche me producía cierta repugnancia que aún hoy intento psicoanalizar y hubiera dado un Nobel al inventor del desinfectante Milton. A pesar de todo me considero buena madre, ¿por qué lo sé? Porque con ellos tres a cuestas hubiera sido capaz de escapar de Siria adentrándome en un mar de mafias y dormir al raso a 20 grados bajo cero en una Europa incapaz de cumplir con la primera norma de Derecho Internacional: dar refugio al refugiado. Por eso lo sé.