Pseudociencias
Algunos rasgos propios de nuestra época (la velocidad con que cambia el mundo que nos rodea, la interdependencia de los países, las posibilidades que la tecnología abre) hacen de nuestro tiempo, un tiempo complejo. El pensamiento que busque orientarse en él deberá hacerse cargo de esa complejidad. Lo contrario de lo complejo no es lo sencillo, sino lo simple. Simplicidad es creer que las cosas no tienen mezcla, que son puras, o que los valores nunca entran en conflicto y, si se elige uno, no se tiene que sacrificar, al menos, algo de otro. Sin embargo, esa rapidez que hace de este mundo un mundo más complejo, es la que hace del pensamiento algo más simple. Los mensajes de la política prescinden de los matices y son trazados con la brocha gorda con que se pintan los eslóganes, la música se reduce a una percusión primitiva o en el idioma agoniza una miríada de palabras por falta de uso.
Ese contraste entre complejidad y simpleza lo vemos como en un espejo al asomarnos a Internet y las redes sociales. Asombra que una tecnología tan sofisticada como la nuestra soporte tal cantidad de contenidos estultos. Tal cosa recuerda los análisis de Ortega en “La rebelión de las masas” hace ya casi un siglo. Entre esos contenidos necios están las supercherías y los timos, que siempre han existido, pero que creeríamos erradicados para siempre en un tiempo en que la formación y la información están a disposición de cualquiera como nunca en la historia. De entre esas supercherías, y debido a sus posibles nocivas consecuencias, han saltado a la actualidad las pseudociencias.
Conocida es la actitud beligerante frente a ellas del ministro de Ciencia, Pedro Duque. Decidir qué es y qué no es una ciencia es una cuestión teóricamente complicada, pero hay un consenso entre científicos y filósofos de la ciencia al respecto, que la actitud del ministro ejemplifica. Ahora bien, esa hostilidad contra las pseudociencias no implica que uno sea cientificista, es decir, que uno considere que el único conocimiento válido sea el científico. Confundir ambas cosas es caer en el pensamiento simple aludido al principio. La ciencia es un logro de nuestra tradición admirable por su búsqueda apasionada (pues la ciencia no es nada fría como en ocasiones se piensa) de la verdad, por sus hallazgos y por sus aplicaciones, pero no carece de límites ni de sombras (qué no los tiene). Entre sus límites está el hecho de que la cuestión de qué hacer con la ciencia (promover unas investigaciones y desechar otras, por ejemplo) no es científica. Por no hablar de las decisiones que hay que tomar sobre los acuciantes problemas de nuestro tiempo (desigualdad, inmigración), que no son objeto de la ciencia. Esta puede aportar medios que permitan conseguir mejor los fines que nos propongamos, pero tales fines no pueden ser establecidos científicamente. Estas consideraciones no abren la puerta de las necias supercherías, pero sí las de otras formas de saber diferentes a la ciencia. No puedo explicitar aquí qué criterios son pertinentes para distinguir, fuera de la ciencia, entre un saber y un puñado de sandeces. Tales criterios nos pueden incluso dar la sorpresa de admitir aspectos de algunas pseudociencias como la astrología o la fisiognómica. Por la primera de ellas, se interesó una mente brillantísima (y de formación científica) del siglo pasado como fue Ernst Jünger. La segunda, la fisiognómica, parece haber tenido un renacimiento en los estudios del psicólogo Paul Ekman, quien intenta leer en nuestro rostro las emociones que sentimos.
Pero nada tiene que ver esto, insisto, con las engañifas y la charlatanería que asociaciones como la APETP (Asociación para Proteger a los Enfermos de la Terapias Pseudocientíficas) denuncian. También el Psicoanálisis ha sido considerado una pseudociencia, y nadie discutirá la penetración de Freud y su influencia en áreas que buscan la comprensión del ser humano. Por cierto, ¿qué fue del Psicoanálisis?