Respetar para reformar

15 dic 2016 / 11:16 H.

La tendencia o la inercia histórica del carácter español nos suele llevar demasiadas veces al enfrentamiento bipolar. En política o rojos o azules, en el fútbol del Madrid o del Barsa, y en los toros de Joselito o de Belmonte, de Ponce o de José Tomás. En esos debates, a veces violentos y casi siempre ciegos, no se analizan los porqués de estar en contra de algo, sino que, como es el adversario el que está a favor, lo que nos pide el cuerpo es estar en contra. La calentura mediterránea nos hace ser más pasionales que reflexivos y así sentimos más que pensamos. Somos como somos. Asumámoslo. Es cierto que entre los extremos siempre hubo —y hay—, una caterva de moderación, que amortiguaba los golpes y ponía un poco de templanza en nuestras relaciones. Pero cuando esa tercera España desaparecía, el desastre era inevitable. Hoy sigue siendo mayoría la gente que huye de los extremos. Gente que nos podemos encontrar lo mismo dentro que fuera de los partidos políticos, en los que suele haber más diversidad de la que se aparenta. La prudencia nos hace buscar el centro y de hecho es evidente la conveniencia de que existan nuevos grupos que se sitúen en ese espacio político. Hay que reconocer el papel de “Ciudadanos” en este periodo de delicada transición. Todos cabemos aquí y todos tenemos derecho a ser como queramos ser siempre que dejemos ser también a los demás. Por eso la Constitución establece los principios elementales y las reglas del juego de obligado y general cumplimiento. ¿Que si se puede reformar o adaptar? Pues claro, cuando todos lo veamos necesario. Pero no por las presiones de aquellos que no la cumplen. Demandar cambios en las reglas del juego es legítimo, pero carecen de fuerza moral para exigirlos aquellos que no han sido leales a las vigentes. Reformar sí, pero dejando claro el qué, el cuándo, el porqué y el para qué. Si es una adaptación a los nuevos tiempos, vale. Pero si el cambio afecta a los principios fundamentales es otra cosa. Como lo es pretender modificar el ámbito para el que se establece o permitir que la misma contemple la ruptura del territorio para el que está planteada. La Ley define las reglas de la convivencia y el respeto entre personas o instituciones y a la vez marca las distancias entre los diferentes ámbitos en los que nos movemos. El de lo público y el de lo privado, el económico o el social, el territorial y el competencial. Pero la eficacia de sus mandatos depende de la honestidad política de aquellos poderes obligados a cumplirla. Ninguno de los males de la crisis vienen originados o son culpa de la Constitución. Al revés. La grave responsabilidad es de los que obligados a respetarla se la saltaron a la torera. De cualquier manera, y siendo como es cosa de todos, hay algo que podemos exigirnos los ciudadanos: el respeto y el cuidado de nuestro trato en el ámbito más cercano. Especialmente en el moral y el familiar. La separación de los terrenos y la distancia debida no es sólo exigible al propio Estado respecto a sus ciudadanos sino que somos los mismos ciudadanos los obligados a respetarnos. Y si puede ser, por ejemplo, no llevando la política al terreno de lo personal. Ser amigo o dejar de serlo de alguien sólo porque sea o no sea de un partido o de otro es una simpleza fatal. Y eso convendría pensarlo ahora que llega el espíritu de la Navidad.