Robots
Últimamente se suceden las noticias relacionadas con los robots: logros en sus habilidades, aplicaciones diversas, impacto en el mundo laboral, relaciones con los humanos... En realidad, desde que apareciera el término “robot” en 1920, ni la ciencia ha dejado de mejorarlos ni la literatura y el ensayo de proyectar su desarrollo y su presencia en el futuro. Su papel en la ciencia ficción es de protagonista. Pero antes de que apareciera la palabra y la tecnología permitiera una sofisticación insospechada siglos atrás, la figura del humanoide ya existía y había dado lugar a inevitables reflexiones. Dejemos a nuestras espaldas los antecedentes griegos o medievales y empecemos en los finales del siglo XVIII. Durante esos años y los de principios del XIX, un maniquí con turbante llamado “el turco” se pasea por Europa y Estados Unidos ganando al ajedrez a quien se atreve a retarlo. Sentado ante un tablero dispuesto sobre una caja con un mecanismo interno de relojería, hacía creer a la gente que era un autómata capaz de mover peones, caballos o torres como un maestro. El mismísimo Napoleón fue derrotado por su juego. Por mucho que se intentó descubrir dónde estaba el truco (el truco del turco), un incendio se llevó el secreto para siempre cuando el ingenio contaba ya 85 años desde su creación por Wolfgang von Kempelen en 1769. Nos queda una especulación detectivesca de Edgar Allan Poe al respecto y la confesión del hijo de uno de sus dueños, que parece explicar la verdad de este personaje de la época. Aunque espero haber despertado la curiosidad del lector por este tatarabuelo de Deep Blue (la supercomputadora de IBM que jugó con Kaspárov en 1996), respetaré su secreto como estratagema para aumentarla. La curiosidad es una forma del deseo y ya sabemos que este se halla, también, en crisis. Cuando pienso en el turco mi mente lo asocia con una autómata ficticia de la misma época llamada Olimpia. Aparece en el cuento de ETA Hoffmann “El hombre de arena”. Y con “Frankestein o el moderno Prometeo”, novela publicada hace ahora 200 años y cuyo protagonista tiene algo de que carecen los autómatas pero que la ciencia ficción se encarga hoy de imaginarle: la consciencia. Ese interés por estas figuras que se da en el romanticismo está relacionado, si no me equivoco, con la cuestión de la identidad. Meterse en ella es hacerlo en un laberinto que la página de un periódico no es lugar para desplegar. Baste con decir que en ese momento se produce uno de los mayores cambios de mentalidad de la historia de occidente. Isaiah Berlin destaca como rasgo de este periodo el abandono de la idea de una estructura del mundo a la que debamos someternos y su sustitución por la idea de que el universo es creativo, fluyente, infinito, inabarcable. En él, nosotros debemos ser creadores de valores, de objetivos, de fines. La idea del yo personal y la idea del ser humano en general quedan radicalmente afectadas por esta nueva visión de la realidad. De ahí parte, a mi juicio, el peculiar tratamiento de dos temas que, aunque relacionados, conviene distinguir: el del doble y el del autómata. Dejemos por ahora el primero, la posibilidad de que exista alguien que de un modo u otro repita mi identidad, y sigamos con el segundo. El autómata como figura casi humana viene definido por un parecido exterior al que, no obstante, falta la expresividad de la carne. El motivo es que el autómata, a diferencia del hombre, carece de interior. Por eso el desarrollo de una visión del hombre que ha querido explicarlo completamente a través de la ciencia nos ha acercado a ellos. Para tal visión no hay ya alma, ni siquiera mente: solo cerebro. La reacción de aquellos a quienes dolía tal concepción se expresó pictóricamente en las variantes del autómata: los maniquíes de Chirico, las máscaras de Ensor, las caricaturas de Dix, las figuras oníricas de Delvaux, los personajes casi de cera de Magritte... Todos nos producen la sensación de una inhumanidad muy humana. Todos nos inquietan. Como los robots con forma humana, que han dado el pie a este artículo. Y seguirán dándolo al siguiente.