Santas, brujas e histéricas

21 ago 2017 / 11:12 H.

Mi madre, que es boticaria, cuenta que cuando se casó y decidió emplazar su farmacia en Castillo de Locubín, tuvo que hacerlo con la firma de mi padre. Ella, que había sido una estudiante sobresaliente, no podía firmar un contrato, abrir una cuenta bancaria, incluso realizar los necesarios pedidos de medicamentos sin el correspondiente consentimiento marital. No era la única, claro. Las mujeres españolas hasta 1976 necesitaron la autorización de su marido para el ejercicio de sus derechos, de manera que más de la mitad de la población era considerada como una minoría incapacitada que no podía demostrar su valía ni acceder a puestos como abogada del Estado, fiscal, jueza, diplomática o notaria; una minoría silenciada a la que se le impedía el acceso a la cultura de los hombres, pues también se prohibía la coeducación en las escuelas; una minoría sumisa de mujeres criadas para ser hijas, madres y esposas.

Tampoco eso era nada nuevo. La semana pasada, siguiendo la ruta del cauce del río Eume hasta el Monasterio de Caaveiro desde donde se divisa un frondoso bosque autóctono, descubrí, entre unas ruinas muy dignamente restauradas, lo que se piensa podían haber sido cubículos en los que se encerraba y torturaba a personas sometidas a la Inquisición. En medio de tanto aislamiento creí en las meigas y en el enorme poder que debían sentir aquellos monjes sobre ellas. Históricamente el modelo social desarrollado por las élites eclesiásticas, políticas y económicas consideraba que el saber de las mujeres representaba una amenaza, especialmente porque tenían conocimientos sobre el control de la reproducción. Imagino que prescribir pócimas abortivas implicaba la posibilidad de ejercer una sexualidad más libre que ponía en riesgo la hegemonía masculina. Así, que las mujeres osaran elegir un camino distinto provocó tanta desconfianza en los hombres que Europa quedó cubierta de cenizas después de que miles de mujeres fueran quemadas en hogueras tras ser torturadas por ser diferentes. Porque las brujas no eran otra cosa que parteras, alquimistas, perfumistas, nodrizas o cocineras que tenían conocimiento de plantas, animales y minerales, y que prestaban un importante servicio a la comunidad. Asistencia ésta, que era interpretada por los grupos dominantes como un poder del Diablo.

En general, las religiones monoteístas se han esforzado mucho en condenar el deseo de la mujer y en tratar de constreñir el erotismo femenino a la tarea de la reproducción. Muchas mujeres, no obstante, supieron convertir la religión en su mejor aliada para disponer de una libertad que no podían obtener en el ámbito familiar. En ocasiones ser monja y estar enclaustrada de por vida era la única opción para disfrutar de cierta independencia para dedicarse al estudio de las artes, las letras y el conocimiento en general. Podía ser también que el encierro no fuera tan voluntario: Cuántas mujeres a lo largo de la historia no han sido encerradas en manicomios por culpa de su sexualidad. Ya en la antigua Grecia, un mito cuenta que el útero no está estático sino que deambula por el cuerpo de la mujer, causando enfermedades a la víctima cuando llega al pecho. De la raíz griega para útero: hystera, llega esa supuesta enfermedad que los griegos habían descrito como “útero ardiente”.

Así llegamos al siglo XIX donde la Histeria se convirtió en una especie de plaga que hizo que las mujeres, a causa de cualquier comportamiento extraño —ansiedad, irritabilidad, fantasías sexuales—, pasaran de la hoguera a la ducha fría de los manicomios. Y es que a pesar del paso de los siglos, aún no se consideraba a las mujeres seres sexuales. Mira por donde, en 1870, un médico británico, Joseph Mortimer Granville, harto de la tediosa tarea que acarreaba la técnica para paliar el “paroxismo histérico” de las mujeres, patentó, antes incluso que la plancha, el primer vibrador electro-mecánico con forma fálica que, a pesar de su tamaño considerable, fue todo un éxito pues lograba “aliviar” a las pacientes en menos de diez minutos de manera relativamente sencilla. A veces la vida regala cierta justicia poética.