Semana Santa

15 mar 2016 / 17:20 H.

Cada primavera, en su luna llena, trae un sentimiento, una actitud, una vivencia que para muchos es un artículo de fe, que se adueña de calles, de plazas, de esquinas, de balcones. Del espacio. Un escenario sonoro, el que nos mueve en la niñez cuando escuchamos la retumbante percusión de los tambores. Un paisaje visual, que convierte en arte efímero, en movimiento, los lienzos eternos y silentes de tantos pintores. Un ambiente de olor, de cera y flor cortada, de tejidos —encajes, bordados, algodón de túnica que arrastra—, guardados para la Semana Santa. Una imagen que hunde su raíz en nuestros sentidos y que permanece dentro de nosotros incrustada en nuestro recuerdo. Ese que nos posee estemos en nuestra ciudad o fuera de ella y que con una imagen nos sitúa en un escenario repetido cada primavera. Aquella que describe o nombra o intitula a lo que me refiero y que es muy posible que para la mayoría podría ser la de un rostro iluminado en el centro de la noche.