Si todo se repitiera
Ahora que usted está de lunes, sacudiéndose su somnolencia e intentando orientarse en la semana que se abre a sus pies, le voy a proponer un juego. En la miscelánea de noticias que llenan las páginas de este periódico las encontrará terribles, simpáticas, previsibles o inverosímiles. Aunque dejen un cierto poso en el lector, en poco tiempo serán olvidadas. Si hay un objeto perecedero, es el diario. Pero... ¿y si no fuera así? Un día de agosto de 1881, en los bosques junto al lago de Silvaplana, “a 6.000 pies más allá del hombre y del tiempo”, Nietzsche fue presa de la intuición del eterno retorno, del pensamiento de que nuestra vida se repite una y otra vez en todos sus detalles. La idea puede abordarse de distintos modos. Yo propongo en este artículo que la consideremos una prueba mental. ¿Cambiaría algo nuestra visión del mundo, nuestra actitud ante la vida, si estuviéramos convencidos de que la nuestra volverá una y otra vez, de que leeremos este mismo periódico con estas mismas noticias en infini- tas ocasiones?
Kundera, en el comienzo de La insoportable levedad del ser, responde afirmativamente a la pregunta. Nuestro mundo adquiriría un peso enorme si hubiera de repetirse eternamente. Como consideramos que no es así, la historia se vuelve leve. Lo que ha pasado una sola vez es insignificante. Dado que Robespierre no volverá, aquellos “años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo.” Se ficcionalizan.
Pero todo cambia si esperamos que esos mismos años se repitan. El eterno retorno hace que hayamos de cargar con el peso de la responsabilidad. Las dos categorías que usa Kundera son, como vemos, la del peso y la de la levedad. La primera pertenece al mundo del eterno retorno, la segunda al mundo de lo que solo se da una vez. Las implicaciones, podemos intuirlo fácilmente, aparecen tanto en el plano histórico como en el personal. Entre la idea de Nietzsche y la consideración de Kundera media un siglo. En mitad de esos cien años de separación un argentino aficionado a los laberintos, los espejos y los tigres, dedica dos apartados de su Historia de la eternidad al asunto. En el primero de ellos alude a la crítica de San Agustín a la idea del eterno retorno. Lo asombroso es que lo que para el escritor checo en la segunda mitad del siglo XX significa gravedad, es irrisorio para el hombre que abre la puerta de la Edad Media. Si todo se repite, piensa San Agustín, las cosas pierden dignidad. Sería ridícula una crucifixión que volviese una y otra vez, del mismo modo que la seriedad de una despedida se vuelve cómica si vamos a volvernos a ver infinitas veces todavía.
¿En qué quedamos, pues? ¿El eterno retorno daría peso, seriedad y valor a la vida, como piensan Kundera y Nietzsche, o, por el contrario, siguiendo a San Agustín, se lo restarían, harían de ella algo leve e insignificante? Si dos dicen lo mismo, no es lo mismo, reza la sentencia. Invirtámosla: si dos dicen lo contrario, podría ser lo mismo. Y es que ambas posturas buscan la importancia de la vida, pero la encuentran en sitios distintos. Para el santo algo que haya pasado una vez tiene consistencia: Dios recoge cada instante en el seno de su eternidad. Para un mundo marcado por “la muerte de Dios”, lo único se convierte en leve, en humo, en sombra, en nada.
¿Y no será lo mismo, bien mirado, el instante fugaz y el eterno retorno? Si, como dijo Leibniz, dos cosas idénticas son la misma cosa, ¿no serían dos o infinitos instantes idénticos un mismo instante?
Desplegado el tablero de juego y repartidas las cartas, ¿qué dice usted? Si este lunes y las noticias del diario que tiene entre manos estuvieran llamadas a repetirse eternamente, ¿haría usted lo mismo que tenía previsto hacer esta semana? Tal vez la hipótesis le parezca absurda, y entonces mi pregunta es: si este instante no va a volver ya jamás, si las noticias de este diario solo fulgurarán hoy, ¿serán por ello intrascendentes, será el dolor que algunas de ellas destilan distante como una ficción?