Silencios y palabras

20 oct 2016 / 11:06 H.

Cuando llega la feria somos miles los que nos disponemos a hacer una de las cosas que más nos gustan y que sólo en días señalados se puede disfrutar: ir a los toros. Porque los toros, la corrida, no es una cosa que se pueda ver cuando uno quiere. Un cuadro, o una película, son expresiones artísticas que permiten elegir el momento de gozarlas. Una corrida de toros no. La corrida como arte tiene una condición fugaz. Es irrepetible porque está basada en la emoción de ver a alguien jugarse la vida ante un toro bravo que defiende la suya. A la plaza no vamos a ver al toro sufrir, vamos a verlo luchar. Y ese espectáculo al que Tierno Galván catalogaba de acontecimiento social, tiene además un carácter ritual que, como tal, requiere su propia liturgia en la que cuenta tanto la música como el silencio. Pero miren por donde ya viene siendo habitual encontrarnos con un grupo de ciudadanos contrarios a la tauromaquia que, con permiso de la autoridad, en la misma entrada de la plaza, se manifiestan lanzando improperios que los aficionados aguantan con una cívica y ejemplar resignación. Estamos hablando de quince personas, (aunque ellos se llaman a sí mismos animales), que con gritos y aparataje se dedican, no ya a manifestarse, sino a perjudicar el desarrollo del propio espectáculo, sabiendo que precisamente el silencio es uno de sus componentes litúrgicos fundamentales. Y se tiran las dos horas del festejo haciendo todo el ruido posible en un claro ejercicio, no ya de manifestar, sino de molestar. El amparo que los aficionados a los toros buscan ante la autoridad competente —o incompetente, según se mire—, no llega. En esto, como en otros temas más serios todavía, también se la cogen con papel de fumar. Y sólo se trata de entender que el derecho de manifestación no puede hacerse a costa de molestar a los que legítimamente también reclaman el suyo de asistir a un espectáculo íntegro, por el que han pagado, que no sólo es legal, sino que está declarado, por Ley, Patrimonio Cultural y por lo tanto hay que cuidar. Por eso en todas las plazas de España y Francia estas manifestaciones deben guardar una distancia mínima salvaguardando así el derecho a que nos dejen ver los toros en paz. Excepto en Jaén. Ea. Con todo y con eso hay otro aspecto que me parece más grave. Y es esa peligrosa banalización del término “tortura” que cansinamente repiten. La tortura es una de las prácticas más detestables que pueda haber. Y no está justificada en ningún caso. Pero llamar a cualquier cosa tortura, especialmente hacerlo con las corridas de toros es demasiado. Ya lo dice el filósofo francés Francis Wolff, “Queriendo agravar el supuesto maltrato del toro que pelea, recurriendo a una palabra destinada a impactar en la imaginación ¿no están corriendo el riesgo de hacer más benigna la verdadera tortura? Sería tanto como decir que la insoportable tortura del impotente prisionero político que se halla en el fondo de una celda, es lo mismo que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No constituye esto un auténtico insulto a todos los torturados del mundo?”. Hoy se abusa mucho de la frase corta impactante que, por desgracia, llega fácil a un público que no se para en pensar significados. Pero la ética también tiene que estar en el uso del lenguaje. Los animales tienen voz, pero solo los humanos hablamos con palabras. Cuidémoslas.