Sin pistas para la victoria

14 ene 2017 / 20:53 H.

Roger Walkowiak fue un ciclista francés que ganó, para su pesar, el Tour de Francia de 1956. Una victoria que le arruinó literalmente la vida. En aquella edición de la carrera ciclista más importante del mundo faltaron algunas de las estrellas de la época. Las que acudieron a dar la batalla hasta los Campos Elíseos permitieron las lógicas escapadas en esas etapas anodinas que jalonan cualquier carrera larga y que en la actualidad nos acurrucan junto al televisor, sí, en brazos del sofá. Este deportista de origen polaco aprovechó estos descuidos y en la quinta etapa se metió en la fuga buena que descolgó y mucho a los favoritos para ganar la general, entre ellos el español Federico Martín Bahamontes que aún no había roto en mito. Al día siguiente también peleó por estar en la escapada buena y así, sin ganar etapa alguna, metió suficientes minutos al resto del pelotón como para conseguir un maillot amarillo provisional que el resto de compañeros, medios y aficionados entendieron circunstancial. Era cuestión de tiempo que la calidad se impusiera y este ciclista de segunda fila, que no llegaba ni a buen gregario, se descolgara y perdiera la ventaja. Condescendientes todos con el esfuerzo de aquel ciclista de provincias, pensaron que el chaval se conformaría con la foto de rigor y no sé si en la época se estilaban los besos y el ramo en el podio por liderar la general. Pero, contra todo pronóstico y en un esfuerzo que estaba por encima de sus posibilidades, acabó ganando el dichoso Tour para sorpresa de unos compañeros, que no se perdonaron que un “tuercebotas” repescado para la edición se llevara la gloria. A ese lamento se unió la prensa por una victoria entendida sin brillo. Así, sin dopaje de por medio, se echó por tierra su victoria y en el ciclismo se acuñó la expresión peyorativa de ganar “a lo Walkowiak”. Es decir, ganar merced a una escapada, al descuido ajeno y, como fue el caso, sin conseguir una victoria parcial a lo largo de la carrera. Lejos de resaltar la virtud de la constancia, de la regularidad, aquel intruso chusco no merecía alabanza. La mofa hizo mella y le afectó tanto que el ciclista hoy, a sus 89 años de edad, sigue maldiciendo aquella victoria. No pudo recuperarse de ganar cuando nadie lo esperaba. Su lamento está recogido en un libro y en un documental.

Hay, sin duda, quienes siempre ven con recelo el triunfo de los humildes, de los que no están llamados para la gloria. Aunque el deporte, como la vida misma, siempre permite gestas de este tipo que hacen tambalearse, metafóricamente, al poder establecido. No hay algoritmo de apuestas que prediga hasta dónde puede llegar un cóctel de esfuerzo, ilusión y la necesaria fortuna. El Jaén Paraíso Interior está otra vez clasificado para la Copa de España —gracias al gol del brasileño Mauricinho “in extremis”— cuando aún es vivo en el recuerdo la épica victoria en El Quijote Arena de Ciudad Real en 2015. El paso del tiempo ayuda a valorar más si cabe un triunfo que puso al club y a la provincia en boca de toda España, porque, en aquella ocasión, David pegó una certera pedrada al Goliat de turno. Codazos políticos hubo para salir en las fotografías de aquella gesta deportiva y es entendible porque gracias, en parte, a las instituciones brilla el color amarillo en la categoría. Ahora la continuidad del equipo en la Primera División está supeditada a tener un pabellón a la altura de las circunstancias y hete aquí que Jaén tiene La Salobreja. Un vetusto pabellón en cuyos vestuarios mejor no hacerse fotos, que arruinarían una carrera política. La continuidad de este equipo en la cima no es episódica; es, eso sí, solitaria en una capital maltratada también en el ámbito deportivo, solo basta compararla con el resto de capitales andaluzas para comprobar cómo está el patio de nuestra casa. Hasta el “desafortunado” Roger Walkowiak necesitó bicicleta y carreteras donde entrenarse y perseguir su sueño. Cosa distinta es que, al final de la historia, el sueño se torne en pesadilla.