Sin techo y comida

23 jul 2016 / 11:48 H.

Techo y comida es una película española que no debería ver bajo ningún concepto, menos aún en tiempo de asueto y recreo. No es de palomitas y coca-cola. Si tuvo la mala fortuna de haberla visto, el mal ya está hecho. Cierto es que determinadas mentes, que viajan más allá de Orión, al encontrar en la misma frase “película” y “española” ya están lejos de esta columna y, por supuesto, de la taquilla. Buen viaje, replicante. Quizá le engatusen con que la linarense Natalia de Molina vuelve a estar brillante. Le dirán que la joven actriz estaba de dulce en “Vivir es fácil con los ojos cerrados”, con Goya 2014 incluido, y que, ahora, el registro es otro bien distinto. Duro, sin maquillaje, sin sonrisas, pero también con otro Goya 2016. Señuelos para que pique, porque eso tiene que ser, dos veces, la suerte de la principiante. Y, encima, con acento andaluz, ese que desde la meseta y otras periferias sigue considerándose menor. Ese rancio paternalismo intelectual que confunde dicción con razón. Algo de eso tuvo que estar detrás de esa entrevista perpetrada en “Espejo Público” a Diego Cañamero, con tono burlesco, un puntito denigrante y que no hablaba mal, precisamente, del diputado jiennense de Unidos Podemos y sí de los que se vienen arriba con el supuesto débil. Para mantener el tono de la semana se sumó al safari periodístico Ana Rosa Quintana, desde la cátedra de la cadena amiga, para proclamar: “No se puede sentar en el Congreso alguien que dice pograma”. Dado por hecho que no todos podemos plagiar un libro con el estilazo y el pelazo de ella, también es importante tener en cuenta la formación de cada hijo de vecino. Ojalá todos estuviéramos doctorados en Harvard, pero no es el caso y vamos tirando con nuestras miserias formativas, como ella. Otro debate, sin duda, más interesante y sesudo es qué se hace con el programa, el político.

Querida amiga, si la formación de Gobierno en España, comunidad autónoma, ayuntamiento, dependiera del nivel intelectual de nuestros gobernantes, una buena parte de ellos, solo amamantados en el regazo de sus siglas, nos extinguiríamos como nación, como pueblo pensante. De regreso al guion de la película de Juan Miguel Castillo, nos encontramos con esa españa en minúscula que convive con nosotros, que está en nuestra acera, aunque, baje la mirada y nos confunda su realidad. Esa que las sigue pasando canutas, a la que le cuesta mucho eso de llevar el pan nuestro de cada día a la mesa. Esa dura realidad que es carne de estadística y que ya solo tiene crédito en el Banco de Alimentos. Esa austeridad del céntimo de euro es la que relata esta película, sobria en titular y en propuesta. El nudo en el estómago con el que viven miles de familias porque cada día es un reto, un “reality” de buenos supervivientes. Techo y comida es una película enmarcada en ese realismo sucio que empaña cualquier atisbo de titular gradilocuente de macroeconomía. Convive, no obstante, en espacio y tiempo con la vuelta al crecimiento del beneficio de los otros bancos, los que solo dan cuando tienes. Esas ganancias siempre tan desorbitadas y tan loadas en el telediario conviven con el mantel de hule y, otra vez, salchichas. Sin embargo, cada vez cuesta más encontrar estas noticias tan poco halagüeñas. Malas noticias, feas, a duras penas arañan espacio ante tanta urgencia política de última hora. Es cierto, por ejemplo, que durante el año 2015 se redujeron el número de casos en los que se registraron desahucios de primeras viviendas, pero, por el contrario, el Banco de España constata —esto sí— que cada vez se usa más el procedimiento judicial para acabar por las bravas con los retrasos de esa familia morosa. Los acuerdos con la banca se ponen otra vez muy caros, no quieren inmuebles tóxicos en sus balances. Por eso la dación en pago es historia e historias como las de Rocío y su hijo se atragantan. Mejor no verlas.