Síndrome de la barandilla

25 jun 2018 / 08:33 H.

Durante los setenta, en Estados Unidos, las barandillas de las camas hospitalarias se subieron veinte centímetros para prevenir caídas y, de camino, evitar las indemnizaciones por responsabilidad. Pero en contra de lo que se podía esperar, los hospitales aumentaron estos pagos pues las contusiones fueron más graves debido a que los pacientes se caían de más altura. Este “síndrome de la barandilla” cumple las mismas ecuaciones matemáticas que sustentan a los Estados. Es lógico. Cuanto más suban los países la altura de sus fronteras mayor será el precio a pagar mientras la violencia y la desigualdad sean las reglas que marcan el compás del planeta. Según Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, cada minuto, 31 personas tienen que huir para salvar su vida. Eso significa que en el mundo hay más de 68,5 millones de desplazados a la fuerza, de los cuales, más de 25 millones cruzaron las fronteras convertidos en refugiados. Muchos están a un tiro de piedra, a cuatro brazadas de mar, sufriendo alguno de los 25 conflictos armados de África que afectan a la vida y a la seguridad de a millones de personas: como el de Chad–Sudán con más de 200.000 refugiados. O Nigeria con 1.200.000 personas que han optado por abandonar sus hogares refugiándose en otro país. O quienes huyen de los secuestros de Boko Haram que desde 2009 han acabado con la vida de casi 20.000 personas y tiene influencia en Nigeria, Chad, Camerún y Níger. O los 3 millones de desplazamientos, la mitad de los cuales son niños, que huyen del genocidio en Darfur que ha causado 300.000 muertes. O la República Democrática de Congo donde cada mujer es violada, de media, más de una vez en la vida. O de Somalia donde al millón de muertos que ha dejado en una década la guerra civil hay que sumar la sequía y el hambre, igual que en Sudán del Sur que lleva cinco años de guerra y cuya hambruna, declarada en 2017, afecta a más de 2 millones de personas, el 20% con malnutrición aguda, cifra muy superior a la considerada como emergencia por la Organización Mundial de la Salud. O Etiopía, que a pesar de estar sufriendo la mayor sequía de los últimos 30 años, es hoy el segundo país que más refugiados acoge de todo el continente. Con estas cifras es un despropósito creer que se pueden detener la marea de los desarraigados, de los exiliados, de los que se han visto expulsados contra su voluntad de sus tierras, arrancados de su pasado, de su historia y de sus familias simplemente levantando vallas atiborradas de concertinas con cuchillas de seis centímetros, o dejándolos morir en el cementerio en que se ha convertido el Mediterráneo. Escribiendo estas líneas, leo en la prensa que han muerto 220 personas tras hundirse en los últimos días tres embarcaciones frente a las costas de Libia. Y me avergüenzo de pertenecer a esta sociedad de la opulencia que no puede mantener a flote por más tiempo la dignidad o la esperanza. Hay que parar este genocidio porque siempre van a venir más expatriados dispuestos a enfrentar la dureza del desierto y las inclemencias del mar. Si estas personas tuvieran una mínima esperanza de futuro en su país, no se embarcarían en un amargo viaje hasta llegar a la particular Ítaca que es su semáforo. Pero es imposible que nadie tenga futuro allí, donde quiera que estén sus raíces, mientras existan países como los de Europa que llevan años programando reuniones de urgencia —siempre de aquí a unos meses—, para tratar el tema de la inmigración, simplemente con programas de retorno y rápida devolución, o implementando más Centros de Internamiento de Extranjeros. Porque es falso que Europa esté en contra de los inmigrantes, está en contra de los inmigrantes pobres. Por eso, no entiendo que un país como el nuestro, liderando el puesto de miembro más insolidario de la OCDE, decida disminuir casi un 70% desde 2008 los programas de desarrollo a naciones pobres. Decía John Berger que quien acepta la desigualdad como algo normal se convierte en un ser fragmentado. Y ni España ni Europa pueden permitirse por más tiempo pagar el precio de su fragmentación. ¿Recuerdan aquel eslogan? 0,7% YA.