Un balcón privilegiado para rasgar lejanías

25 ene 2017 / 12:14 H.

Destacando sobre el caballón que conforman los cerros y lomas empujadas por los sistemas montañosos de Sierra Morena y Cazorla, arrullado por las aguas del Guadalquivir y el Guadalimar que corren por sus valles, Iznatoraf es uno de los pueblos con más encanto de la provincia de Jaén. El alma del viajero se encoje cuando atisba en lontananza la silueta de este pueblo elevado sobre un mar de olivos, enseñoreado sobre antiguas tierras de cereales, hoy convertidas en ricos olivares; pueblo que permanentemente está oteando horizontes, rasgando lejanías. “Torafe”, como es conocida también esta villa, se jacta de su altura y se bebe los vientos que la azotan por sus cuatro costados. Es tal la fuerza atávica de este “montón de tierra”, significado etimológico de su actual nombre, según algunos filólogos, que los vecinos de los pueblos de La Loma miran al cielo que protege esta villa para descifrar el tiempo, en un acto reflejo de pleitesía a sus ancestros: “Si Torafe tiene montera, lleve aunque Dios no quiera” —un dicho que se repite en la capital referido a los montes de Jabalcuz—. No olvidan los habitantes de los pueblos vecinos su antigua pertenencia jurisdiccional ni tan siquiera cuando despreciativamente llaman a sus actuales vecinos con el gentilicio de “cabezones”, pues fue cabeza y sigue siéndolo en su altiva lozanía. Esta vieja e importante villa, que hunde sus raíces en la protohistoria de la provincia, sigue oteando desde su altivez, la silueta de sus antiguas aldeas, independizadas con el tiempo. Villacarrillo, las viejas “Chozas de Mingo Priego”, convertidas en la Villa de Don Alonso Carrillo, Villacarrillo; o la “Moraleja”, independizada por el arzobispo Tenorio que le dio el nombre de Villanueva del Arzobispo; o Sorihuela del Guadalimar, segregada por compra a la Corona a finales del XVI. Mientras que la villa matriz se estancaba en población, constreñida por sus viejas, recias, fuertes y siempre maltratas murallas, las aldeas emancipadas crecían en población y pasaban de ser pueblos a ser ciudades ricas y populosas, dos de ellas, aprovechando el paso de la carretera nacional Córdoba-Valencia, la otra, la más pequeña, arrinconada en la comarca del Condado. Y es que el recinto amurallado marcó su destino y afianzó el carácter de sus gentes. En 1914, tan solo hace un siglo, este recinto se mantenía en toda su fiereza. El arqueólogo Román Pulido lo describía así: “La villa está cercada de una muralla de tres metros de espesor en la cual hay once torreones con nueve arcos que dan entrada a la población”.

Un paseo por sus calles ofrece suficientes encantos como para que el viajero pase horas deliciosas, caminando pausadamente por entre sus calles, trazadas con no poca anarquía, apretadas por sus murallas, tan maltratadas en las últimas décadas. El paseo deparará al viajero grandes sorpresas que van asomando en cualquier esquina: retazos de viejas y suntuosas fachadas, escudos de vieja nobleza, rejas labradas con filigranas de hierros, plazuelas, cornisas, recovecos y rincones en las calles... Y el silencio, el vecino más elocuente de este pueblo y que ha sido el cancerbero de su viejo esplendor, que ha sabido guardar como pocos pueblos las esencias más puras en sus costumbres, en sus tradiciones, su gastronomía, su ciclo festivo, sus rasgos propios.

Instalado en el silencio, el caminante encontrará un momento sublime contemplando las vistas que ofrece esta atalaya natural y desde donde se divisa parte de su amplio término municipal, que se extiende de forma extravagante, tocando incluso al de Santiago-Pontones, prueba de su viejo esplendor, cuando esta villa y sus aldeas formaban parte del Adelantamiento de Cazorla en lo civil y de la diócesis de Jaén en lo eclesiástico, tierras “mas allá del río”, “castillo en los límites”, expresión que algunos filólogos ponen como raíz etimológica de su actual nombre y que, siguiendo diversas teorías, ha ido derivando en nombres diversos con el paso del tiempo: “Anastorgis”, “Mon Terrae”, “Hernatoraf”. Todos esos nombres muestran en su significado su situación privilegiada en la geografía de esta provincia y de aquellas tierras que hoy conforman la comarca conocida como Las Cuatro Villas, con sierra propia, anexionada al Parque Natural de Cazorla-Segura y Las Villas.

Un paseo con el alma abierta y dispuesta a que el tiempo escancie sus esencias, sus riquezas, sus leyendas, sus tesoros y todas las cartas credenciales con las que, con orgullo se presenta el alma de Iznatoraf. Y el viajero, envuelto en ese cadencioso sonido del silencio al que invitan estas calles, puede hacer un recorrido lento por el perímetro de su vieja muralla que envuelve a la villa como un sueño, especialmente bello en los días de niebla o en las atardecidas de otoño y que se rompe con gallardía y presteza en las Puertas del Pozo, del Arrabal o del Postigo, accesos que llevan al corazón de su espacio urbano, a la plaza en donde se alza el templo parroquial de trazas renacentistas.

El paseo ofrece ecos de su pasado musulmán en muchos detalles, uno de ellos, el de su red hidráulica, que conserva aún canales y aljibes de tiempos musulmanes. Y va descubriendo, conforme se avanza, capítulos de su extensa biografía, ya descrita en crónicas y anales romanos, árabes y castellano-leoneses, años estos de su esplendor, tras recibir el Fuero de Cuenca por Fernando III, un fuero que, al contrario del Fuero de Toledo, tenía muy en cuenta su amplio y rico alfoz, en beneficio del núcleo matriz. Y es aquí en donde encuentro, paseando por estas calles, una clave de su futuro, que no es otra que la de rasgar lejanías, aprovechando su amplia alfoz, su variada riqueza, sin perder la esencia de su altivez.