Un pueblo marcado por grandes contrastes

12 abr 2017 / 11:59 H.

Ha de saber el viajero, antes de comenzar su paseo por las calles y plazas de Torredonjimeno, que hay algo por lo que destaca este pueblo situado en las lindes de la alta campiña de Jaén; y es por ser un pueblo de fuertes contrastes, fruto su situación geográfica y de su devenir histórico en las dos últimas centurias. Anida en su alma, no obstante, y a la par, cierta unidad atávica y telúrica que configura a los toririanos, gentilicio con el que sus gentes advierten al viajero con orgullo sobre su lustrosa acta de nacimiento cuando aquí construyeron los romanos la próspera ciudad a la que llamaron “Tosiria”. Con el paso de los siglos, especialmente en los dos últimos, en este viejo solar romano, convertido más tarde en la villa de “Don Jimeno de la Raya”, se ha ido conformando una nueva cartografía urbana, humana, social, laboral, cultural y económica, marcada por acentuados y poliédricos contrastes.

Estos campos sembrados de olivares por doquier en los que se asienta la población, y que fueron campos fronterizos entre las jurisdicciones señorial y real en el largo Medievo, fueron lentamente marcados por un sistema de propiedad que acentuó las diferencias sociales y que se vio obligado a evolucionar ante el significativo aumento de población de los siglos XIX y XX. Desalojar de este pueblo el modelo “caciquil”, con su entramado político, económico y social, fuertemente asentado durante el medio siglo que duró la Restauración, costó aquí “sangre, sudor y lágrimas”. Esta población fue paradigma provincial de las luchas de clases que aquí originaron periodos de convulsos enfrentamientos vividos entre la población y que tuvieron su punto de inflexión en la historia local durante el llamado “Trienio bolchevique”, entre los años 1917 y 1920, cuando se consolidaron organizaciones políticas y sindicales de izquierda, generando una fractura social que hizo aún más cruenta la violencia durante los años de la guerra civil y de las represalias de la posguerra, cuya virulencia sirvió para que en este pueblo se organizara una de las células más vigorosas del Partido Comunista en la clandestinidad y que fue la última de la provincia en ser desactivada, ya en los años del tardofranquismo, poco antes de la muerte de Franco. Con la llegada de la democracia, no extrañó que el PCE gobernara el municipio durante varias legislaturas.

Una prueba de los contrastes de los que hablamos se manifiesta en cómo este pueblo que, de manera mayoritaria y de forma repetida, votaba a la izquierda radical —representada entonces por el PCE, hasta el punto de recibir sarcásticamente el nombre de “Torredonjimenov”—, era uno de los pueblos en los que las estadísticas le daban altos índices de práctica religiosa en la diócesis, dándose el caso de tener que celebrar dos ediciones, una mañanera y ora vespertina, de la novena a la patrona, la Virgen de Consolación, muestra de una honda devoción mariana que se refleja en cómo fue aquí en donde se construyó el primer templo de España dedicado a la Inmaculada durante las diatribas teológicas de Trento entre “maculistas” e “inmaculistas”. Este contraste se explicaba en el perfil del entonces alcalde comunista, el ya fallecido Miguel Anguita Peragón, paradigma local de la corriente que, en el interior del partido, seguían la corriente, integrada en el recién nacido modelo político denominado “Eurocomunismo”, que apostaba por el “Dialogo Marxismo-Comunismo” .

Además de este contraste que muestran las páginas de la historia local, se aprecian otros como el que aparece en el simple trazado de sus calles, en donde se aprecia cómo el caserío está abrazado por dos largas calles radiales, dos grandes avenidas que, nada más entrar desde Jaén, ciudad de la que dista tan solo 17 kilómetros, se abren a cada lado: una, a la derecha, la carretera A-306 que une Jaén con Córdoba; la otra, a la izquierda, la carretera
A-316 que une Úbeda y Estepa y que llega, por Martos, a las tierras fronterizas de Granada por Alcaudete y Alcalá la Real. Estar al pie de los caminos, incluso de los “caminos de hierro”, aunque ya desaparecidos tras el desmantelamiento de la red ferroviaria, ha conformado en sus gentes un alma abierta y un espíritu emprendedor que ha empujado a estas gentes, por cuyas venas, parafraseando a Machado, “corren gotas de sangre jacobina”, a buscar alternativas al arado y al azadón; al tajo aceitunero y a la hoz de la siega en los grandes latifundios que nacieron con las políticas desamortizadoras del siglo XIX. No cejaron en su empeño y, como prueba de su pertinaz tesón, ha quedado la estampa de un pueblo con un significativo censo de actividad industrial y empresarial que se ha ido haciendo realidad en industrias relacionadas con el cemento, con el envasado del aceite, así como en industrias harineras y sus derivados en confitería y panificadoras y otras de productos cárnicos. Igualmente, se han desarrollado otras relacionadas con la maquinaria agrícola, del automóvil y estructuras metálicas, la función de bronce de campanas, la madera, muebles, e imprentas y artes graficas y un auge del sector de la construcción.

El viajero verá acentuados contrastes en su arquitectura urbana, con sus casas sencillas en los barrios altos y casas señoriales en calles como “Don Diego”, “Amparo Padilla” o “Ginés de la Parra”, como verá contrastes entre el templo de San Pedro y su entorno callejero de los aledaños del castillo y el templo de Santa María con su empaque señorial, que contrasta con la sencillez devocional que rezuman otros templos, y especialmente el santuario de Consolación, en las afueras del pueblo.

Y para acabar, y antes de que el viajero compruebe estos contrastes en su paseo, recordar que también los hay en testimonios escritos, como es el refranero popular, concretamente en el recogido por el profesor Rodríguez Marín, en el que se dice: “De Torredonjimeno, nada bueno”; “De Martos, con pocos hartos y de Torredonjimeno, con menos”. Y, aunque es verdad que no hay que dar de lado al refranero, es mejor dejarse aconsejar por amigos antes de visitar este municipio de 158 kilómetros cuadrados de extensión y que cuenta con una población de casi 14.000 habitantes. Este pueblo ha sido cuna de grandes y destacados personajes, cuyos nombres omito, remitiéndome al libro que escribió sobre ellos mi buen amigo, tosiriano de pura cepa, José Calabrús Lara, quien, hace unos días y en este mismo periódico, llamaba a este pueblo “Mi aventino tosiriano”, es decir, un lugar en el que retirarse y dejar que ya otros solucionen los problemas.