Una copa de vino

10 nov 2016 / 11:37 H.

Se ha puesto muy complicado sobrevivir en este mundo implacable. ¿Dónde queda la esperanza? ¿Dónde se esconde y dónde reaparece? Con el fin de los grandes relatos, la posmodernidad también nos enseñó que la esperanza se reduce a aquellas pequeñas cosas —como diría Serrat— en las que depositamos nuestro cariño cotidiano, porque nada hay más importante que la narración que enhebra la cotidianidad, saber apreciarla, extraer de ella lo que nos satisface, sus lecciones de monotonía, sus fugas o quiebras, y olvidarnos de una vez por todas de la metafísica, las aspiraciones a lo absoluto y las gravitaciones del alma, esa entelequia. Todo ello junto nos aleja de la realidad que, sea lo que sea, no reside en el más allá y sí en el más acá, rodeada de problemas, conflictos y fantasmagorías, entre facturas y deudas, tareas y obligaciones. No sé si no nos queda más que aceptar que no podemos pensar la utopía como totalidad, ni recomponerla una vez fragmentada, para a partir de ahí establecer otros criterios que no concurran con la ingenuidad y la falsedad, hablando en nombre de la humanidad, de los hombres, de las mujeres, de los trabajadores, o de otra mascarada de la identidad. Cualquier generalización esencialista no es más que una falacia en este mundo despiadado donde se han roto los vínculos de lo colectivo. Las aspiraciones a participar de un tiempo y un espacio mejor se han reducido a su mínima expresión. Así, por las leyes del mercado, hasta los Estados se disuelven, convirtiendo sus fronteras en otra negociación más en la que impera la ley de los ricos, porque hay muchas formas de migrar. Están los que sobreviven, con su economía contable que repasa cada noche posibles errores en las sumas y las restas, y están los que viven mejor de lo que se merecen. Tradicionalmente se apelaba a la “conciencia de clase” —acuérdense— para movilizar a la gente y ponerla en alerta ante la detentación del poder de la oligarquía, pero en España en los ochenta se vivieron años de relativa prosperidad, porque se salía de la pobreza rampante, y se trataba de un país acomplejado durante el siglo XX. Por eso hubo cosas que se reconsideraron, concesiones y sacrificios con tal de que se aceleraran ciertos progresos. La invasión ideológica del capitalismo que supuso la democracia, no fue más que entrar de lleno en el consumismo y en la banalización actual, homologando las individualidades, y nada de esto es nuevo, por cierto, pues todas las épocas de desorientación conllevan relativizar los valores en pro de las injusticias, la desigualdad y la falta de control. Con la caída del Muro de Berlín, y a casi cien años de la Revolución Rusa, ya no sé si queda otra más que claudicar ante los vientos neoliberales que soplan y replegarse, encerrarnos en nuestro refugio de soledad e intimidad, esperar sin esperanza, no esperar nada, no tener más ilusiones que compartir lo que tengamos, sin aspiraciones ni expectativas. Cultivar cándidamente la amistad y disfrutar sin ambiciones, paladear una copa de vino... En ese camino también hay que renunciar por fin a vernos desde fuera, buscando la objetividad, porque eso es imposible. Y cuando nos miremos dentro, sin pretensiones proféticas, alumbrar lo poco que esté en nuestras manos, ese pequeño puñado de razones que nos ayudan a sobrevivir éticamente, haciendo de cada detalle, un gesto.