Un pueblo sin más humo que el de sus chimeneas

El municipio serrano goza de la categoría de peatonal a lo largo y ancho de su singular casco urbano

08 dic 2017 / 10:33 H.

Un sueño para los senderistas, que encuentran en los alrededores de Hornos de Segura caminos increíbles, y para quienes huyen del mundanal ruido, pues sus calles, además de peculiarísimas, niegan a los oídos el rugir de los motores, que aquí están de más. No en vano, una “meta volante”, además de dar la bienvenida, advierte de que este casco urbano no admite ruedas, si no son de carro o por el estilo.

Se entra en Hornos y un fogonazo de calor humano, de aliento hospitalario, combate el frío. Sí, ascender por el pueblo camino de su intimidad es una aventura tranquila que siempre desemboca en dos miradores, uno hacia el cielo y otro, hacia el agua. El de la altura está en su castillo, soberbio ejemplar castrense de la segunda mitad del XIII donde, a día de hoy, los amantes de la observación astronómica “guerrean” por elegir un punto de ese firmamento generosísimo con Hornos, de tan claro y constelado como se muestra; el del agua desemboca en El Tranco, ese pantano bajo el que respira la memoria hornense y que impresiona, impresiona mucho al asomarse a su grandiosidad quieta, si no la misma, sí la que ha suplido a la visión que tuvo el hombre prehistórico que, mucho tiempo atrás, puso su pequeñez al borde de tanto sobrecogimiento.

Entre el castillo y el mirador del Aguilón, chimeneas que no dan abasto y perfuman el aire de leña buena, un peñón milagrosamente arraigado al plano callejero de Hornos, que parece estar a punto de caer pero que ahí sigue, y lo que le quede. Al centro de adultos —y Guadalinfo— de la calle Santa Catalina acuden los mayores a seguir aprendiendo, con todo lo que ya saben, y los más jóvenes a pasar un rato ante el ordenador. Todo el municipio parece construido para llegar a su iglesia de la Asunción, inexpugnable en una Plaza de Rueda algunos de cuyos límites dan al abismo. Un templo del XVI tan gótico que lo primero que consigue, nada más traspasar su zaguán de respeto, es levantar todos los ojos camino de sus bóvedas. Es curioso cómo la frialdad de piedra de sus muros interiores contrasta con la calidez que procura un breve rato allí, todo el frío se olvida a los pies de ese Señor caído que cohabita el recinto sacro.

La Asunción, precisamente, es la patrona de Hornos, y San Roque su “alter ego” masculino. Para sus fiestas, en agosto, el pueblo, con la inestimable colaboración de la Asociación de Mujeres La Celadilla, echa el resto. Las vaquillas pueblan el paisaje hornense, y a disfrutar se ha dicho. Muy celebrado es, también, San Antón, en enero, con las tradicionales luminarias, y el calendario festivo se extiende incluso hasta una romería preveraniega en honor de la Virgen de Fátima a pocos kilómetros del núcleo de población.

Aire transparente de verdad y alrededores propios de paraíso que parecen “de mentira”, como si estuviesen pintados sobre la tierra, porque no pueden ser más hermosos. A Hornos de Segura hay que ir —eso, lo primero—, y hacerlo con la certeza de que se está en medio de un paisaje de esos que no abundan, rico en historia y en leyenda, de los que hacen el mundo siga siendo un tesoro por descubrir.