Kafkiano

    03 feb 2024 / 09:48 H.
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    Se acerca la celebración del centenario de la muerte de Franz Kafka. Incluso quienes nunca han leído su obra tienen presente el adjetivo “kafkiano”. Quizá no saben exactamente a qué situaciones adjudicarlo, pero sí que conlleva inquietud, situaciones absurdas o inexplicables. Cuando pensamos en una pesadilla llena de angustia, confusión o extrañeza estamos, claramente, ante lo kafkiano.

    Los personajes que reconocemos son Gregor Samsa, aquel hombre aterrorizado que, metamorfosis en ristre, acaba convertido en insecto y Josef K. alguien que desconoce el motivo por el que es juzgado en el proceso que da título a la obra.

    Él mismo podía haber sido un personaje de sus obras. Vive en un escenario gris con situaciones radicales sin posibilidades de superarlas y, lo que es peor, sin alcanzar a comprender el origen de las mismas. Kafka aparece en mitad de dos universos poco afines: el pequeño comercio judío en la Praga de finales del XIX por parte de padre (desde un negocio de carnicería a otro textil) y el potente ambiente financiero de la familia de su madre cuya familia burguesa y refinada, los Lowi, participó en el Canal de Panamá e, incluso, en la ampliación de la red ferroviaria española del momento.

    Kafkiano era, pues, su “lugar en el mundo” y no solo por esa situación en los cauces económicos del momento. Nuestro Franz pertenecía a la minoría alemana de la región de Bohemia y, para más “inri”, dentro de ella, era judío. Concretando, era alemán entre checos y judío entre alemanes. Estas contradicciones le llevaron a un desarraigo que podemos ver reflejado en sus obras. Sin ir más lejos, la propia relación con su padre naufragó pronto como podemos leer en “La carta al padre”. Hermann, su progenitor, siempre se mostró autoritario y prepotente con sus hijos y todo ello afectó psicológicamente a Franz hasta el punto de hacer zozobrar su propia vida familiar, su sentido del matrimonio e incluso la salud. Como bien sabemos la tuberculosis se lo llevó con solo cuarenta años y dejando un aviso a navegantes: toda su obra debía ser quemada para no pasar a la posteridad. Gracias a la divina providencia el amigo a quien encargó semejante herejía no la llevó a cabo y ahí tenemos “El proceso”, “El castillo”, “La metamorfosis”, “En la colonia penitenciaria”, “Informe para una academia”, “Un médico rural”, “El jinete del cubo” o “El desaparecido”.

    En cualquiera de sus páginas podemos descifrar el significado de kafkiano que, por cierto, es uno de los pocos adjetivos, junto con dantesco que se basan en la obra de un escritor. Su carácter era, en sí mismo, causa y efecto de ese adjetivo. Estudiosos de su comportamiento psicológico le han adjudicado tendencias esquizoides y de trastorno límite de la personalidad, con tendencias homoeróticas, sadomasoquistas, depresivas y con tendencia al suicidio.

    Hoy, contrariamente a la negatividad a que todos esos diagnósticos podrían conducirnos, quizá somos capaces de avanzar en esa oscuridad y descubrir tras ella un atisbo de luz, de intentar elegir en nuestra vida, al hilo de sus personajes, el camino más cercano, adecuado y accesible hacia lo que llamamos felicidad. Tomar conciencia de que ese sendero, ese concepto, puede ser inalcanzable a pesar de nuestros denodados esfuerzos es, posiblemente, el sentido, que no nos atrevemos a afianzar dentro de nosotros, de lo realmente kafkiano. Quizá como le sucede al campesino protagonista de “Ante la ley” cuando espera sabiendo que su verdadero sentimiento es la desesperanza.

    Kafka nunca nos deja indiferentes. A lo largo del tiempo su obra ha sido germen de la literatura modernista, del existencialismo, del realismo mágico o del expresionismo, aunque a nosotros, lectores de a pie, Kafka nos sigue pareciendo sinónimo de lo contradictorio, retorcido e imaginativo. Y con él podemos explorar alguna que otra parcela de nuestro yo interior que no siempre sabemos que nos acompaña. En el fondo, lo kafkiano nos identifica en mucha más medida de lo que podemos y quisiéramos reconocer.

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