Orgullo con corazón

19 ene 2024 / 09:35 H.
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En el diccionario de la Real Academia Española hay un adjetivo que significa “Persona sin honor, perversa y despreciable”. Y lo acompaña un listado de sinónimos como: “sinvergüenza, truhan, canalla, granuja...” Al ser nuestra antroponimia tan rica, tenemos en español —castellano para algunos— un apellido que recoge esos significados. Hay personas de absoluta honorabilidad que lo llevan y sobre las que dichos conceptos nada tienen que ver, pero en el imaginario popular existe un “alguien” que, a la vista de sus palabras y hechos, parece haberse fundido con la definición oficial.

Hace pocos días las páginas de Diario JAÉN se hacían eco de las manifestaciones de un político del ala independentista que sujeta al actual gobierno, de ascendencia giennense por más señas, que se mostraba orgulloso de que su familia “huyera” de esta su tierra. Y todo ello sin apenas rubor alguno, sin dejarse el pellejo en la gatera ni producir en quienes le escuchaban la más mínima repulsión que pudiera enfadarle y arrastrar sus votos por caminos no adecuados al sustento de la gobernabilidad.

Sentirse orgulloso de que unas personas tengan que dejar su tierra provoca un estado de sumo enfado en quienes lo hemos sufrido, en quienes sabemos el dolor que eso produjo y sigue produciendo. Pocas familias nos rodean en las que no haya habido alguien que en aquellas procelosas décadas de los cincuenta y sesenta se lanzara, curiosamente, a Cataluña, Navarra, las entonces Vascongadas o Alemania y otros puntos de Europa dejando sangre, sudor y lágrimas en su familia, en su tierra, en su esencia de honrados trabajadores a la busca no ya de un futuro mejor sino del mero presente en que sobrevivir. El orgullo no conjuga bien con el verbo huir sino con el de sufrir, con el de escarbar en tierra ajena hasta encontrar sustento, con el de mirar al horizonte sabiendo que tras él está el aliento del pueblo, el cariño de la familia, el sueño de volver.

Mi orgullo tiene nombres tanto en mi familia política como en la propia. Por lo que ahora es Euskadi y Navarra cabalgaron José y Dulce, Juana y Manuel, Juan Antonio y Francisca, María y Antonio. Por Cataluña, Ana María y Rafael, Isabel y Juan. Y en tierras alemanas, en Bielefeld concretamente, aposentó José sus manos en asfalto caliente. En ocasiones hemos visitado con el corazón encogido aquellas viviendas de “camineros de las cinco leguas”, aquellas cadenas de montaje, fábricas y paisajes e, incluso, en un viaje por Centroeuropa se nos heló el alma al ver en una salida de autopista de la Renania Norte el nombre de Bielefeld como si en un recodo del camino nos saludara nuestra propia historia agitando la mano del recuerdo.

Ese es el verdadero orgullo, el del regreso con el bolsillo, el ánimo y la esperanza puestas y en estado de revista. El de la mirada y la cabeza alta tras haber tenido que soportar idiomas, fronteras y ausencias. Nunca fue una huida. Nunca fue un abandono. Nunca fue un orgullo verlos marchar sino al contrario. Su esfuerzo hizo crecer otras economías quizá más que las propias. Y en sus brazos, en sus manos, en su sudor, se tejieron futuros ajenos que nunca se agradecieron lo bastante. Aún siguen hoy nuestros hijos arañando un mañana lejos de su tierra y eso, claramente, más que enorgullecernos nos duele, señor Rufián. Y mucho.

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