Perros (I)

    23 abr 2024 / 09:23 H.
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    En mi memoria persisten imágenes de un viejo documental en el que se yuxtaponían escenas de sorprendentes costumbres de diferentes lugares del planeta. Una de ellas, que hoy nos sorprendería menos, es la de un tranquilo y agradable cementerio de perros en algún sitio de Estados Unidos. Contrasta esa visión de la mascota favorita con el título del documental, Este perro mundo, en el que este animal se adjetiva para significar, como en “perra vida” o “día de perros”, algo duro y amargo y desapacible. En efecto, esa cinta, que parece haber maquillado algo la realidad para conseguir el efecto deseado, destila amargura en su recorrido por la diversidad cultural. Pero el cementerio de perros, así como la vida que llevan hoy día a nuestro alrededor, justifican la ingeniosa observación que hacía un amigo mío: el hombre es el mejor amigo del perro. Y ha considerado que la mejor manera de demostrarlo consiste en humanizarlo, en ponerle ropa, llevarlo a la peluquería o al hospital, enterrarlo en un cementerio y arreglárselas para incluirlo en la herencia. Si los cínicos tomaban el perro como modelo del hombre (de ahí su nombre), ahora es el hombre el modelo del perro.

    Ulises salió de Ítaca para ir a la guerra de Troya, que duró diez años. Su vuelta, contada en la Odisea, duró otros diez. Así pues, veinte años después y disfrazado de mendigo para no ser reconocido por los pretendientes de su mujer, Penélope, aparece en la puerta de su propia casa. Nadie ha sido capaz de descubrirlo. Acostado “sobre un cerro de estiércol”, viejo, despreciado y cansado, Argos, el perro que Ulises crió, levanta la cabeza y las orejas. Cuando el hombre se acerca reconoce en él a su amo y mueve la cola, pero no tiene fuerzas para alzarse y llegar hasta él. Ulises se enjuga una lágrima y oculta su rostro al porquero que lo acompaña. Y Argos, como si lo que lo mantuviera con vida fuera la esperanza de ver el regreso de su amo, muere (“sumióle la muerte en sus sombras no más ver a su dueño de vuelta al vigésimo año”, canta Homero). Pascal Quignard dice a propósito de este pasaje que Argos es el primer ser que, en Homero, piensa, porque el verbo griego que se traduce como pensar, “noein”, quería decir primero “oler”. De modo que pensar es olfatear lo nuevo y, como Argos, ir más allá de la apariencia, del disfraz, y descubrir detrás del mendigo al rey de Ítaca.

    Homero tuvo un gran admirador en Alcibíades, sobrino de Pericles y alumno de Sócrates. Cuenta Plutarco que pidió un libro del poeta en una escuela y que, como el maestro le dijo que no tenía ninguno, le dio un puñetazo y se marchó. Si traemos aquí a Alcibíades es porque tenía un bello perro al que le cortó su hermoso rabo. Los amigos le regañaban y le decían que la gente rabiaba y lo criticaba por lo que había hecho. Alcibíades rió y dijo: “Entonces está pasando lo que deseo; pues quiero que los atenienses hablen de esto, para que no digan algo peor sobre mí”. Por eso podemos denominar “el perro de Alcibíades” al procedimiento político consistente en fijar la atención mediática en un asunto menor para desviarlo del que en realidad preocupa al político de turno.

    Cuenta Claudio Eliano en dos sitios distintos que Gelón de Siracusa soñó que había sido alcanzado por un rayo. Aterrorizado por la pesadilla, gritaba con fuerza en sueños. Su perro, desconcertado, se puso a ladrar con furia y amenaza, lo que provocó que Gelón se despertara. La fama del perro hace que conservemos su nombre: podemos leer en Plinio que se llamaba Pirro.

    Precisamente Plinio cuenta la historia de otro perro para ilustrar la fidelidad de este animal. En el 28 d. C., al ser castigado un caballero romano y sus esclavos, el perro de uno de ellos no se apartó del cadáver de su amo, expuesto en unas escaleras una vez ajusticiado. Gemía el can tristemente. Alguien le tiró comida y él la llevó a la boca del muerto. Cuando el cadáver fue arrojado al Tíber, se lanzó al río intentando mantenerlo a flote. Dos imágenes estas que uno no puede evitar quedarse rumiando...

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