Una mirada a la magia

    06 ene 2024 / 10:00 H.
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    Prácticamente no durmió aquella noche. Es más, desde que su nombre apareció en la papeleta, una semana antes, un nerviosismo de grado nueve en la escala Richter se había apoderado de él. Caminaba por la calle pensando que cualquier chavalín le miraba fijamente a los ojos con ánimo de quedarse con su cara, con su mirada, y así reconocerlo en el peor momento imaginable. Si el niño o la niña eran un poco más mayores, adivinaba en sus ojos el guiño cómplice, la jocosa convicción de que iba a ser él el elegido. Las madres y los padres con los que se cruzaba se diría que le observaban, que le examinaban, con escrutadora precisión para dar fe de su capacidad, de su pericia en la ejecución de la labor que le había sido encomendada.

    El reflejo del bruñido cristal de los escaparates no le devolvía su imagen habitual. En su alborotada retina, aunada con un oportuno grupo de neuronas exaltadas, se imaginaba ya ataviado con el ropaje que se le asignó. Nunca le entusiasmaron los oropeles, los armiños o los abalorios, pero ahora se veía a sí mismo con todos ellos, con la presencia imponente de la majestad imperante en el reino de la magia, de la ilusión, de la alegría.

    La hora fijada para el comienzo de la actividad se acercaba. Miró en repetidas ocasiones el reloj de la torre y las manecillas parecían avanzar a una inusitada velocidad como impulsando al tiempo a la vez que a él mismo hacia lo que ya no tenía vuelta atrás. Por un instante se vio de nuevo sentado frente a su puesto ambulante repleto de bolsos y carteras de dudosa marca comercial y voceando con tímido empeño el producto del que iba viviendo con cierta dificultad siempre con el miedo de la llegada de la autoridad competente y con las manos prestas a recogerlo todo y salir huyendo. Huir, pensó, era un verbo que le venía como anillo al dedo. Escapó de su aldea en lo más profundo del África central, atravesó valles y montañas, ríos y desiertos para conseguir finalmente una plaza “sentada y con vistas” en la patera que, presuntamente, le llevaría a la libertad, a la vida merecida, a la sonrisa prendida del sol cada mañana. Pero ese verbo le siguió persiguiendo y huyó de nuevo cuando no todo se presentó como le habían prometido. Huir, huir, escapar otra vez. ¿Cuántas veces había dejado atrás lo que creía ser su vida, su futuro?

    Ahora, solventado ya un presente que, en ocasiones, le parecía solo un cuento feliz del que despertaría a la menor de cambio, estaba a punto de ser otra persona por unas horas. Y, además, alguien especial, dotado de ese poder que solo puede generar la inocente mirada de un niño asomado al balcón, de la niña que agita sus manos frente a la lluvia de caramelos que la astuta abuela recoge con un paraguas entreabierto. La magia del poder real, de la ilusión hecha realidad, del deseo cumplido. Sería él, aquel africano tímido de sonrisa amplia, el encargado de portar el manto de un supuesto antepasado que llegó de un oriente perdido en los mapas, con un turbante de irisada cinta perlada con cristales multicolores, quizá como los del crepúsculo allí en su aldea.

    Se acercó despacio a la dependencia municipal. Oyó su nombre en boca de la concejala del ramo y el funcionario de turno le señaló su traje. Acarició las telas y su tacto le hizo cerrar los ojos con la absoluta certeza de que jamás había tocado semejantes tejidos. Se vistió muy despacio, disfrutando cada una de las partes del traje, los pantalones abombados de color azul eléctrico, según decía una pequeña etiqueta, las babuchas doradas, el manto moteado de blanco, el turbante elevándose hacia el cielo al que tantas veces imploró por su gente, por su día a día, el grueso cinturón de cuero repujado... Un espejo colocado en la pared le devolvió su nueva imagen mientras alguien gritó a su espalda: “Vamos, Baltasar, tu carroza te espera. Melchor y Gaspar ya han subido a los tronos”. Y Jabulani Amari supo en ese mismo instante que el significado de su nombre, “el que se alegra eternamente”, iba a tener sentido por fin.

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